Nacio el 14 de marzo de 1937 y falleció en Barcelona el pasado miercoles 1 de julio. Fue un escritor, periodista y crítico literario bilingüe, de obra fundamentalmente en catalán. Fecundo en todos los géneros, especialmente en la narrativa y el artículo periodístico; la gran mayoría de sus títulos se ha traducido al castellano, inglés, francés, italiano, alemán, ruso, esloveno e incluso vietnamita, además de acaparar un buen número de premios en Cataluña y en otros lugares.
Como periodista, colaboró en La Vanguardia, Última Hora, Serra d'Or, Destino y Catalunya Radio. Desde 1960 alternó su residencia entre Barcelona y Mallorca. Presidió el Institut Català de la Mediterrània hasta el año 2000. En 2002 obtuvo el Premio Nacional de Literatura de la Generalitat de Catalunya y en 2007 el Premio de Honor de las Letras Catalanas. Por su articulismo recibió los premios Ramon Godó, el Mariano de Cavia y el Espejo de España. También ha obtenido en Italia el Premio Boccaccio, en Francia el Prix Méditerranée y en Estados Unidos el "Critics" Choice.
Su obra literaria refleja un mundo ante todo mediterráneo, poético y mítico, pero al mismo tiempo realista y vital, un microcosmos antagónico unido por su extraordinaria habilidad narrativa y la riqueza de su estilo; combina realismo e imaginación, lírica y tragedia. La mayor parte de su obra se centra en Mallorca, y algo menos en Africa y Barcelona.
Baltasar Porcel era un cule de pro, en la Revista Barça (RB) en 1974, coincidiendo con las Bodas de Platino, Baltasar Porcel publico un articulo, que ha sido reflejado en la web del Barça:
Bajo el nombre "Yo, hincha del Barça", Baltasar Porcel repasa todos sus sentimientos azulgranas.
“Resulta, pues, que sí, que yo, con fama –y probablemente bien ganada, de indiferente hacia toda efervescencia deportiva, fui durante años un pugnaz entusiasta del Barcelona. Claro está que el asunto ocurría hará cosa de un cuarto de siglo, y en un lejano rincón insular. Pero lo cortés no quita lo valiente: una de mis ilusiones de adolescente fueron los colores azulgrana, y todavía, en viejos libros de texto de gastadas cubiertas, campea como una caprichosa estrella el pequeño escudo del club…” Estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora –campos de soledad, mustio collado…”
El pueblo se extiende al Oeste mallorquín, un valle largo, de almendral, con montañas de pinos y, a lo lejos, la cerrada bahía azul. ¿Cómo, por las polvorientas calles, en los tronados pupitres escolares, decidí ser – o un indescifrable influjo me lo incubó- partidario del Barcelona? Jo sóc del Barcelona, decía a mis amigos, henchido de fe. Seguramente nunca sabré las causas, a no ser que sería mi vida futura, ciudadano de Barcelona y escritor catalán, de los países catalanes, estuviera ya aflorado en mí, en ‘la base’ que diría un marxista.
Recuerdo perfectamente, aún, retahílas de alineaciones dichas sin recuperar el aliento: Ramallets, Calvet, Corró, Curta… Gonzalvo II, Gonzalvo III… Basora, Vila, César… Velasco… Moreno, Manchón… El color azul, el color rojo, me producían una cálida sensación, de algo muy cercano, que me arropara. Trasegaba cromos en los bolsillos y con un amigo, que era del Atlético de Bilbao, pedimos dos anillos de plata, por correspondencia, que habíamos visto en un anuncio: por diez pesetas los enviaban con el escudo del club grabado. Todavía conservo el mío, en el rechinante cajón de una olvidada mesa, junto con cartas del primer e irremediablemente perdido amor, junto con lápices de colores, una pipa requemada y un carnet de congregante mariano. Mi amigo, en cambio, perdió el suyo pronto: encaramados en una morera, donde aprovisionábamos hoja para los gusanos de seda, se le cayó en un zarzal. Se ve que había dado las medidas mal y le venía ancho.
Los campeonatos de Río de Janeiro –¿1950? – lo fueron, para mi cuadrilla futbolera, de tardes pegados a la radio, vociferando al compás de los alaridos del locutor –creo que era un señor llamado Prats o algo así–, o de bostezos disimulados: era imposible bajo la presión de la moral imperante alrededor de la mesa camilla desde la cual retransmitía la radio, afrontar abiertamente los ratos de somnífera pesadez… Tenía, claro, que ganar España. Pero, todavía más, tenían que ser los artífices del triunfo los del equipo de cada cual.
En estas etapas iniciales de la vida, lo que se necesitan son respuestas a las preguntas –a los vacíos…- que nos cercan ¿Cuál fue la respuesta del Barcelona, para mí? Continúo ignorándolo. Quizás ambiental… Pero, sea como fuere, hubo una elección de un club, hubo un depositario de ilusiones: sabía que no todo era soledad, que un inasible grupo de gente me acompañaba, me apasionaba, me alentaba. El Barcelona era como la tropa de guerreros, invisibles y feroces, que comandaba yo, en brioso y callado corcel, corriendo en las tardes veraniegas, solo, bordeando el fresco cañaveral del torrente… Una especie de modesta introducción en el dilatado mundo de la magia.
Una encendida euforia mental, en suma, ya que lo de jugar al fútbol, era otro asunto… Fui como un vago defensa de un club que llamábamos el ‘Montañés’. Su rival era el ‘Orotava’. Puede que alguien sepa a qué correspondía esta nomenclatura. Yo, no. Entre nubes de polvo, gritos y patadas, empujones y una vertiginosa sensación de rabia, impotencia y desorientación, anduve diversas veces “jugant el partit”. Empezábamos en una calle, y con el fragor del embrollo, derivábamos hacia otra, entre la fenomenal bronca del vecindario. Los porteros acarreaban las piedras que marcaban las porterías, las trasladaban siguiendo el confuso itinerario del juego. Y cuando la pelota iba a parar a un tejado y era irrecuperable, rápidamente fabricábamos otra, de trapo…
Después, como presidente de la Congregación Mariana y de san Luis Gonzaga, tuve bajo mi jurisdicción un equipo que llegó a formar en Tercera Regional. No tenía una idea precisa de cómo andaba, negocio que dejé en manos del vocal de deportes. Algún domingo me acercaba al campo, me tomaba una gaseosa fresca y, prestando una distraída atención a las maniobras balompédicas, oteaba las chicas regordetas que gorjeaban en los graderíos… Pero un día tuve que ir a otro pueblo, como delegado del once. Mientras duró el juego, paseé con el reverendo vicario local por un campo de olivos, charlando sobre congregaciones y virtudes cristianas. En el terreno de juego vecino se oía un descomunal escándalo. Al acabar el encuentro, me encontré entre mis jugadores, vociferantes, notablemente apalizados, que me exigían que no firmara y no denunciara… No sé si fueron los míos o el enemigo que me dieron el primer empujón y me arrearon la primera torta: salí del pueblo en medio de la pareja de la Guardia Civil, acompañado por insultos y pedradas. Y convoqué de inmediato la junta directiva congregacional: hice votar, por procedimientos nada democráticos, y absolutamente efectivos, la disolución del equipo.
En rigor, sólo he practicado dos deportes: el ciclismo y el trapecio. En bicicleta he ido dos años y años, y hasta gané alguna insignificante y eufórica carrera local, recibiendo como premio un, atemorizado conejo blanco. Sin embargo, tuve que dejar la posible profesionalidad: no me entrenaba, y además, cuesta arriba me resultaba enormemente difícil ascender a golpe de pedal. Era cuesta abajo, cuando, con pericia y sin el menor miedo, conseguía relativos éxitos. El ciclismo, habilidad aparte, es un problema de fortaleza o de temeridad: yo poseía básicamente la segunda. Que fue la que me sirvió durante mi breve entrenamiento para atleta circense, bajo los locos auspicios del novelista Llorenç Villalonga y de un campeón de grecorromana llamado Abel. Según Villalonga, iba camino de emular a Pinito de Oro. Pero una sorda sensatez me impulsaba a resistirme y, después de una serie de evoluciones más o menos arriesgadas, abandoné los trastos alegando hipócritamente apremiantes quehaceres. Pero en mi fuera interno sabía que nunca volvería a la maldita barra floja…
Ser partidario del Barcelona era muchísimo más cómodo, emocionante y prestigioso. Incluso, en un momento dado conocí a un señor sonriente, gordo y anciano, barcelonés, que me aseguró ser socio del Barcelona y haber ido como delegado de alguna filial infantil del club. Enrojecí de satisfacción. Sin embargo, años después he pensado que a lo mejor no era cierto: que el individuo se encontraba solo y viejo, en tierra extraña, y que para tener compañía urdió esa mentira, como hubiera podido embarcarse con cualquier otra.
Pero me es indiferente: yo conocí, durante unas semanas, a un auténtico socio del Barcelona. Nadie más, en el pueblo, había tenido privilegio semejante. Fui feliz.”
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